Amaury Sánchez
En algún lugar de Guadalajara, donde el sol cae con la terquedad de los viejos y la esperanza se cuela por entre los ladrillos de las casas humildes, vive un hombre de nombre Joaquín Sandoval. No es un profeta ni un caudillo. No lleva capa ni espada. Lleva consigo, eso sí, dos cosas que lo hacen distinto en estos tiempos de silencio: una vocación irremediable de servir y una fe terca en que la justicia no debe habitar palacios de mármol sino caminar, con sandalias polvorientas, entre la gente.
Dicen que Joaquín, desde niño, supo escuchar antes que hablar. Que en su casa —una casa donde los valores no se heredaban como muebles sino como brasas que se avivan— le enseñaron que la ley no está solo en los libros, sino también en el modo en que uno mira a los ojos de quien sufre. Por eso, aunque estudió Derecho con la seriedad de un monje medieval, no se le quedó la rigidez de los códigos. Se le quedó, en cambio, la convicción de que la justicia se parece más a una madre que abraza que a un juez que sentencia.
Hoy, cuando el país se asoma a una elección que no se parece a ninguna otra, Joaquín se levanta temprano y camina entre los mercados, las esquinas y las plazas, recordando que este 1 de junio no solo elegimos nombres, sino futuros. No solo marcamos boletas, sino trazamos el tipo de justicia que queremos para nuestros hijos. Es la primera vez que tú, que yo, que todos podemos elegir a quienes juzgan, a quienes deciden en nombre del bien y del derecho. Y esa es una oportunidad que la historia no ofrece dos veces.
Joaquín no promete milagros. Promete presencia. Ser un juez de calle, de esquina, de banqueta. De esos que saludan a los vecinos, que escuchan sin prisas y que no usan su título como escudo sino como herramienta. Quiere juzgados que no parezcan laberintos, donde uno entre y sienta alivio, no temor. Quiere que la justicia no se atrase como el camión, sino que llegue como el pan caliente: a tiempo y con sustancia. Y quiere, sobre todo, que quienes atienden a la gente lo hagan con respeto, como quien sabe que sirve y no que manda.
Este 1 de junio, el voto no es solo un derecho: es un acto de ternura política. Es la manera más sencilla y poderosa de decir: “Quiero un país más justo”. Y entre los nombres que aparecerán en las boletas, hay uno que no grita, que no presume, pero que palpita con fuerza tranquila: Joaquín Sandoval.
Dicen que el color de la esperanza es el amarillo, y que el número de quienes caminan al lado de la justicia a veces se esconde en el rincón número 18. No está de más recordarlo cuando, con el alma en la mano, uno decida marcar su destino.
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