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¡Vamos por el camino correcto!

Por Amaury Sánchez

El Zócalo volvió a llenarse. No de banderas ni de consignas estridentes, sino de un aire que olía a historia y a expectativa. A un año de haber asumido la Presidencia, Claudia Sheinbaum caminó desde Palacio Nacional hacia el templete, rodeada de un pueblo que no sólo la mira como mandataria, sino como la continuidad encarnada de una esperanza que se resiste a extinguirse. Diez minutos le bastaron para recorrer un siglo de luchas, mientras saludaba manos curtidas, rostros que han aprendido a creer con cautela y a esperar sin resignarse.

El templete la aguardaba como un escenario del destino: ausentes dos hombres de peso, Omar García Harfuch y Marcelo Ebrard, presencias que son siempre más elocuentes cuando no están. El silencio de sus sillas vacías se sumó al discurso de la jefa del Estado, que habló de justicia, soberanía, libertad y del fruto de décadas de lucha pacífica. Había en sus palabras la calma del que sabe que gobierna sobre la cuerda floja del tiempo.

Porque Sheinbaum —ingeniera de formación, política por necesidad y mujer por convicción— no habla al modo de los viejos caudillos, sino con la serenidad de quien confía en las cifras más que en los aplausos. Pero también, con la certeza de que esas cifras no bastan para mantener viva una nación fatigada de promesas incumplidas.

El 29% de pobreza que cita, en contraste con el 45% de 2008, es una estadística que respira. Pero el número, aunque alentador, no borra el hambre ni el miedo. Ni los vicios que sobreviven en los pasillos de la burocracia, donde el neoliberalismo no se ha ido del todo, sino que cambió de modales.

El discurso presidencial habló de continuidad: la herencia de López Obrador, el rescate de Pemex y la CFE, los programas sociales que alimentan la esperanza de millones. Pero en el fondo, Sheinbaum habló también de un desafío más íntimo: cómo gobernar sin dejar de ser discípula, cómo afirmar su sello sin traicionar la raíz de un movimiento que se gestó en las calles y hoy habita en el poder.

Luis Spota habría descrito esta escena con una mezcla de asombro y escepticismo: la primera mujer en la silla del águila, rodeada de la maquinaria del Estado y del pueblo que la observa, preguntándose si el rostro femenino del poder será también el rostro de un cambio verdadero.

El poder —sabía Spota— no transforma al hombre, sólo lo revela. Y acaso lo mismo ocurre con la mujer. Sheinbaum parece entenderlo: su discurso no busca incendiar, sino sostener. Es el tono de quien sabe que gobernar no es gritar consignas, sino administrar la esperanza sin que se vuelva rutina.

Clara Brugada, desde el templete, la llamó “la ciudad donde nació la esperanza”. Un cumplido político, sí, pero también una metáfora exacta: la Ciudad de México ha sido el laboratorio donde Sheinbaum probó su método, su discurso, su carácter. Redujo delitos, modernizó el transporte, consolidó su autoridad con eficiencia más que con carisma. Esa misma lógica técnica —más ingeniera que política— la acompaña ahora en la presidencia, donde el desafío no es sólo mantener el rumbo, sino dotarlo de alma.

En su informe, Sheinbaum sometió a votación popular el nombre del “Tren del Golfo de México”, gesto simbólico pero significativo. El plebiscito breve, improvisado y festivo fue un recordatorio de que su gobierno pretende conservar la mística participativa de la 4T. Sin embargo, el aplauso no sustituye la deliberación: gobernar es decidir incluso cuando la multitud calla.

El mensaje central fue contundente: “Vamos por el camino correcto”. Pero ¿qué significa eso en un país donde la desigualdad sigue trazando fronteras invisibles y la violencia no cede en los márgenes? Significa, quizá, que el país avanza no por inercia sino por convicción. Que los errores del pasado neoliberal aún duelen, pero los logros de la transformación ya son visibles en la mesa del pobre, en la beca del estudiante, en la pensión del anciano.

Sin embargo, también es cierto que la historia juzga con más severidad a quienes gobiernan desde el pedestal de la esperanza. Y Sheinbaum, al heredar un movimiento que nació contra la corrupción y la injusticia, debe cargar con una vara más alta. Su reto no es sólo mantener la continuidad del proyecto, sino limpiar sus sombras, institucionalizar sus virtudes y evitar que el poder repita sus viejas tentaciones.

Su gabinete refleja esa tensión: técnicos frente a políticos, leales frente a ambiciosos, fundadores frente a recién llegados. La ausencia de Ebrard y Harfuch no fue casualidad; fue un recordatorio de que el poder se reorganiza en silencio, que cada nombre tiene peso en la sucesión que, aunque lejana, ya se murmura.

El informe no fue un acto de rendición de cuentas: fue una ceremonia de afirmación. La presidenta no le hablaba al Congreso ni a los mercados, sino al pueblo que la llevó hasta ahí. Y en ese sentido, la política volvió a parecerse a lo que alguna vez fue: una conversación entre el poder y la gente.

Pero el poder, decía Spota, nunca deja de ser una soledad custodiada por aplausos. Y acaso en esa caminata de diez minutos desde Palacio Nacional hasta el Zócalo, Sheinbaum lo supo. Porque entre la multitud que la vitoreaba, se mezclaba también el murmullo de quienes esperan resultados más que discursos, certezas más que consignas.

Claudia Sheinbaum gobierna un país que todavía está aprendiendo a creer en la política. Su mayor mérito hasta ahora no es haber prometido el cambio, sino haber mantenido en pie la posibilidad de creer que aún es posible.

“Vamos por el camino correcto”, dijo. Tal vez. Pero la historia —como los viejos cronistas del poder sabían bien— no se mide por el camino, sino por el destino.


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