Por Amaury Sánchez G
Fue una mañana de esas que los periódicos llaman “históricas” y que los verdaderos cronistas, si son sinceros, deben calificar como escenográficas.
En el norte polvoriento de México, donde el viento arrastra sueños y polvo a partes iguales, Torreón se presentó al país no como una ciudad, sino como una pieza estratégica en el ajedrez económico de la República.
Y como en todo buen tablero, hubo una reina que avanzó con firmeza: Altagracia Gómez Sierra, Coordinadora del Consejo Asesor de Desarrollo Económico Regional del Gobierno federal, heredera de dinastía empresarial y, si se afina la mirada, un símbolo claro de esta nueva época donde el capital se maquilla de política pública.
Altagracia no llegó sola. La escoltaban palabras grandotas, de esas que se pronuncian con reverencia: infraestructura estratégica, proveeduría local sólida, desarrollo tecnológico 4.0, visión de Estado. Se reunieron en formato de diálogo —moderno e incluyente, como dictan los manuales de marketing político—, pero cada intervención tenía la cadencia de una estrategia ya pactada.
Frente a ella, el entusiasta Antonio Hernández, Director de Desarrollo Municipal de Torreón, recitó con devoción las credenciales del municipio: diez parques industriales, modelo educativo dual, cultura de colaboración y una envidiable cercanía con el imperio estadounidense. Todo dispuesto para ser vitrina del Plan México, esa ambiciosa arquitectura que promete que el desarrollo vendrá si el país aprende a sentarse derecho.
Pero mientras las gráficas prometen, la realidad murmura. Porque si bien Torreón presume el 30% de la inversión extranjera directa del país en su región, si bien se habla de nearshoring y cadenas globales como quien pronuncia plegarias, la pregunta incómoda —la que no cabe en el PowerPoint— es quién va a poner los tornillos del progreso y quién se quedará mirando por la ventana.
Sí, Torreón tiene todo para ser un polo de desarrollo. También lo tuvo en los años del algodón, también cuando las maquilas llegaron con fanfarrias y se fueron con la crisis. Y en cada reinvención, una constante: los mismos nombres en las inauguraciones y los mismos ausentes en las nóminas.
Altagracia habló de superar la fragmentación y planear a largo plazo. Palabras bellas, casi poéticas, si no fuera porque en este país, el largo plazo suele coincidir con el siguiente sexenio… y el olvido llega más puntual que la inversión.
Y mientras el secretario de Economía estatal, Luis Eduardo Olivares, agradecía la presencia federal con diplomacia cronometrada, el mensaje era claro: Torreón será lo que el gobierno decida y el capital permita. Como siempre. Como en Palabras mayores.
Entonces, ¿qué representa realmente esta apuesta por Torreón? ¿Una descentralización genuina del desarrollo o una nueva redistribución de privilegios? ¿Un modelo que incluirá al campesino, al obrero, a la pyme local… o sólo la escenografía industrial de los de siempre?
En esta historia, escrita entre naves industriales, discursos empacados al vacío y promesas con holograma, alguien juega a largo plazo y alguien pone el cuerpo. Y como diría Spota: el verdadero drama no está en el qué, sino en el quién se lleva el cuándo.
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