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Plurinominales: entre el privilegio y la representación

Por Amaury Sánchez G.

El debate sobre la supresión de las diputaciones y senadurías plurinominales no es nuevo; lo que sí es novedoso es que hoy proviene del Ejecutivo, y que la presidenta Claudia Sheinbaum lo plantea como uno de los ejes de su reforma electoral. Se dirá que es un acto de congruencia democrática, en tanto busca erradicar privilegios partidistas que, durante décadas, se tradujeron en asientos parlamentarios asignados por la sola voluntad de las cúpulas. Y, sin embargo, es una propuesta que no puede analizarse con ligereza, ni aprobarse bajo el impulso de la consigna.

La representación proporcional nació para corregir un defecto estructural del sistema de mayoría relativa: la exclusión de las minorías políticas de los órganos legislativos. En el México de 1977, cuando se incorporó este mecanismo, un solo partido ocupaba casi la totalidad de las curules, no por contar con el voto unánime del país, sino por una sobrerrepresentación derivada de las reglas de entonces. Los plurinominales abrieron la puerta a que las oposiciones —entonces marginales— entraran al Congreso. Su razón de ser fue, pues, la pluralidad, no el privilegio.

No obstante, en el México actual, esa puerta se ha convertido en una antesala de nombramientos por dedazo, en un botín para dirigentes que premian lealtades internas o pactos coyunturales. Se ha vaciado, en muchos casos, el sentido democrático original. La representación proporcional ha sido administrada como moneda de cambio, y no como instrumento de equilibrio.

La supresión total de los plurinominales plantea dos riesgos que deben evaluarse con seriedad. El primero: que el partido mayoritario concentre un porcentaje aún mayor de escaños sin que su votación lo justifique, quebrando el principio de proporcionalidad que la propia Constitución consagra. El segundo: que desaparezca la voz institucional de minorías políticas, sociales y culturales, cuyo peso electoral no alcanza para ganar distritos, pero que representan corrientes de pensamiento legítimas en el entramado democrático.

Quienes sostienen que la eliminación pura y simple fortalecerá la democracia, olvidan que ésta no se reduce a la regla de la mayoría, sino que exige garantizar a las minorías la posibilidad de existir, expresarse y, sobre todo, influir en las decisiones colectivas. En palabras de nuestra historia constitucional, la democracia es el gobierno de la mayoría con respeto y garantía de los derechos de todos.

La viabilidad de esta reforma dependerá de que no se conciba como un acto de revancha contra los partidos, sino como una reconstrucción del sistema de representación. Ello implica sustituir los plurinominales por fórmulas que conserven la pluralidad: listas abiertas votadas por la ciudadanía, escaños reservados para pueblos originarios y mecanismos de inclusión paritaria que no dependan de la discrecionalidad partidista.

La política no admite vacíos: si se desmonta un mecanismo sin prever otro que cumpla su función, se abrirá la puerta a un retroceso democrático. Y un retroceso, aunque venga envuelto en el discurso de la austeridad o la pureza representativa, sigue siendo un retroceso.

Si la reforma electoral quiere ser histórica, deberá resistir la tentación del simplismo y abrazar la complejidad. Desaparecer privilegios es un deber; destruir garantías de pluralidad, un error. Entre ambas orillas, el arte de legislar exige puentes, no trincheras.


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