Por Amaury Sánchez G.
A veces ocurre que un hombre sencillo, nacido en un rincón minúsculo del mundo, termina por conmover a la humanidad entera con el poder indomable de su coherencia. José Mujica, el “Pepe” que gobernó Uruguay sin abandonar la vieja casita de campo ni cambiar la austeridad por los oropeles del poder, murió en paz a los 89 años, después de haber vivido con la intensidad de quien sabe que el tiempo no se mide en relojes sino en actos.
No deja herencia material alguna, ni palacios, ni colecciones, ni trajes finos. Deja, eso sí, un país menos hipócrita y una idea incómoda que seguirá dando vueltas en la conciencia de los pueblos: que es posible gobernar sin traicionar lo que se es. Que el poder puede estar del lado de los justos, si quienes lo ejercen recuerdan siempre de qué están hechos sus zapatos, o en su caso, sus sandalias de suela gastada.
A Mujica no se le vio temblar cuando habló de la muerte. Dijo que ya se había terminado su ciclo y que el guerrero tenía derecho al descanso. Y al decirlo, no parecía triste ni cansado. Parecía sereno, como quien ha sembrado su última flor en el jardín y se sienta a esperar el atardecer con la tranquilidad de quien ha cumplido.
Mujica fue guerrillero, preso, torturado, presidente, agricultor y esposo fiel. Pero sobre todo fue un hombre libre. Nadie como él para pararse en la ONU sin corbata, con las manos en los bolsillos, y hablarle al mundo como si estuviera regañando al vecindario por haber confundido el progreso con el consumo y la felicidad con el dinero. Y mientras lo hacía, uno sentía que hablaba no solo por los pobres, sino por los poetas, por los niños con hambre, por los viejos que siguen sembrando flores aunque ya no puedan agacharse.
Legalizó la marihuana, el aborto y el matrimonio igualitario en un país chiquito pero valiente. No lo hizo por moda ni por provocación, sino por convicción: entendía que gobernar también es aliviar dolores invisibles. Su mandato fue una pedagogía silenciosa sobre la tolerancia, la dignidad y el coraje de salirse del molde sin escandalizar a los justos.
Como los personajes que pueblan los pueblos inventados por los novelistas del Caribe, Mujica parecía irreal. Un presidente que maneja su viejo escarabajo, que dona casi todo su sueldo y que cultiva flores como si fueran ideas. Un Quijote sin armadura que supo convertir su biografía en una fábula política sin recurrir a la fábula.
Tal vez por eso su muerte nos duele como si fuera la de un abuelo que nos enseñó a no tenerle miedo a la pobreza ni a la palabra “compañero”. Su viudez política deja un hueco que no se llena con discursos ni con estatuas, sino con la complicadísima tarea de intentar parecerse un poco a él.
Ahora que ha partido, podemos decir que Mujica no fue de izquierda ni de derecha. Fue, simplemente, del lado de los humanos. Que es, en última instancia, la única ideología que vale la pena.
Y como ocurre con las flores, su memoria no se marchitará. Volverá con las lluvias de octubre, con los discursos que se digan sin corbata, con cada decisión política que se tome pensando en los más frágiles. Volverá, sí, en cada joven que decida rebelarse sin odio y en cada viejo que se resista a envejecer sin dignidad. Porque hombres como él no mueren del todo: solo se convierten en leyenda.
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