Por Amaury Sánchez
En pleno siglo XXI, cuando uno pensaría que el progreso también incluye decencia y respeto por el prójimo, nos encontramos con historias que bien podrían haber sido escritas en los tiempos de Gonzalo N. Santos, aquel caudillo revolucionario que se apropiaba de tierras con la ley de sus “güevos” como único respaldo legal.
El nuevo capítulo de esta tragicomedia rural lo protagonizan el juez penal Alfredo Quiroz García y su hermano Héctor Quiroz García, curiosamente «propietario» estatal del Partido del Trabajo (PT) en Aguascalientes. Estos dos personajes, cual modernos Robin Hood al revés, no se conforman con su buena fortuna en el servicio público y la política; no, ellos también quieren diversificar su negocio agrícola, aunque sea a costa de tierras ajenas.
Según denuncia el ejidatario Bruno Rodríguez González, estos hermanos del poder llegaron un día a su parcela —una tierra humilde, de menos de una hectárea, pero rica en nopales y tunas— y, como si estuvieran jugando Monopoly en versión rural, decidieron que esa tierra ahora era suya. «¿Por qué?», se preguntarán ustedes, ingenuos mortales. Pues porque ellos también son “ejidatarios” de última hora, como por arte de magia, al haber convertido a toda su parentela en miembros del ejido para legitimar la apropiación.
No se puede negar que estos personajes tienen talento para la ficción jurídica: un juez que invade tierras mientras imparte justicia y un político que convierte el terreno de otros en suyo con la misma facilidad con la que cambia de discurso.
La situación, por supuesto, es más grave cuando se considera que mientras el común de los motociclistas es multado por falta de casco o por no traer placas, estos próceres modernos pueden despojar tierras sin que la autoridad siquiera parpadee. Y no es que las multas sean muchas —apenas nueve al día, según las cifras oficiales—, pero si usted pregunta en el municipio de la capital, le dirán que «sí se vale, por ser quienes son».
Ya no se trata solo de una carencia de educación vial —que, por cierto, hace mucha falta—, sino de un país donde el civismo murió en 1989 junto con las clases de moral y buenas costumbres, en el sexenio de Carlos Salinas de Gortari.
Esto no puede seguir sucediendo, aunque al estado le digan que está «feliz, feliz, feliz». Porque la raza de bronce ya no está para soportar raterías estilo siglo XX. Al menos no de quienes deberían dar ejemplo y no convertirse en protagonistas de un nopalazo judicial.
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