Por Amaury Sánchez G.
En política, la traición no siempre se consuma en un discurso o en un voto en contra. A veces, traicionar es simplemente quedarse callado cuando uno tiene el deber de hablar. O, peor aún, hablar a destiempo, cuando las palabras se vuelven puñales y no argumentos.
En Tabasco, cuna del obradorismo y tierra donde se forjó el carácter de un movimiento entero, algo se quebró. No fue una bala, ni una declaración desafortunada. Fue una decisión política. Fue una omisión calculada. Y quien estuvo en el centro del huracán no fue un opositor, ni un traidor infiltrado. Fue uno de los suyos: Adán Augusto López Hernández.
A simple vista, el caso podría parecer uno más entre los muchos capítulos oscuros del pacto entre política y crimen. Un gobernador que, en aras de mantener el “orden”, decide tolerar —cuando no pactar— con un operador criminal para mantener la plaza bajo control. La violencia disminuye, los datos sonríen y el partido presume estabilidad. Pero la realidad, como siempre en la política mexicana, se mueve bajo la alfombra.
La diferencia aquí es que la alfombra cubría mucho más que polvo: cubría sangre.
Cuando Javier May —hombre cercano a la presidenta Sheinbaum y adversario político de Adán Augusto— ganó la encuesta interna de Morena para la gubernatura de Tabasco, muchos pensaron que se trataba de una jugada más en el ajedrez del poder. Pero el poder, cuando es personal, no se cede. Se defiende. Y Adán no estaba dispuesto a entregar la plaza sin una última jugada.
En diciembre de 2023, como si el calendario fuera cómplice, estalló el primer “villahermosazo”. No fue casual. Fue simbólico. Fue el anuncio de que la paz impuesta por La Barredora —el grupo criminal que operaba como brazo extralegal de control— se había roto. ¿Coincidencia? Difícil creerlo. El declive del grupo coincidió milimétricamente con la caída política de Adán Augusto en su propio estado.
Los estudiosos de la violencia organizada en México han señalado, una y otra vez, que cuando los equilibrios políticos se fracturan, los equilibrios criminales también. La violencia aumenta, los pactos se resquebrajan, y la población vuelve a vivir bajo fuego. Pero esta vez, el enemigo no estaba al otro lado de la trinchera. Estaba adentro. En Morena. En la 4T.
Hay quienes aún creen que gritarle “¡No estás solo!” a Adán Augusto lo reivindica. Pero no comprenden la dimensión del silencio que lo rodea. Porque si lo que se dice en los pasillos del poder es cierto —que su hombre de confianza en seguridad era también operador de un grupo delictivo; que saboteó la candidatura oficialista para dejar el estado en manos del caos; que torpedeó los acuerdos de Sheinbaum por puro orgullo político—, entonces no estamos ante un simple error de cálculo. Estamos ante un crimen contra la historia de un movimiento.
Y Tabasco, ese estado que López Obrador convirtió en símbolo de dignidad y resistencia, se convierte ahora en la escena de una traición. No a la ley. A la lealtad.
La presidenta Sheinbaum, en su silencio, parece tomar nota. Su equipo de seguridad, encabezado por Omar García Harfuch, lo sabe: la confianza es una bala que no se puede disparar dos veces. El obradorismo no puede permitirse leales a medias. No en estos tiempos, no con estas circunstancias.
Si Adán Augusto cayó, no fue por la mano del enemigo. Fue por su propia sombra.
Y en política, como en la tragedia, el peor castigo no es la cárcel ni el exilio. Es quedar en la historia como el que, pudiendo ser parte de la leyenda, eligió el papel del traidor.
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