Por Amaury Sánchez
El hallazgo de crematorios clandestinos en Teuchitlán, Jalisco, donde presuntamente el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) entrenaba a jóvenes reclutados mediante engaños, ha colocado a México en el centro de una crisis moral y política que trasciende las fronteras nacionales. La Oficina de Derechos Humanos de las Naciones Unidas ha exigido al gobierno mexicano una investigación «exhaustiva» que esclarezca este perturbador episodio y, más aún, que conduzca a una revisión profunda de las políticas de seguridad y de protección a los derechos humanos en el país.
Este llamado de la ONU es mucho más que una formalidad diplomática: es el reflejo de una realidad insoslayable. Las desapariciones forzadas y el control territorial que ejercen las organizaciones criminales en vastas regiones del país son una afrenta directa a la soberanía y al contrato social sobre el que se cimienta el Estado mexicano. La presencia de hornos crematorios destinados a hacer desaparecer cuerpos de manera sistemática es una señal inequívoca de la brutalidad con la que el crimen organizado ha permeado las estructuras sociales y políticas de México.
El hecho de que la Guardia Nacional y la Fiscalía de Jalisco hayan registrado el rancho en septiembre de 2024 sin encontrar pruebas concluyentes expone una falla grave en los mecanismos de investigación y seguridad. ¿Cómo es posible que una operación de esta magnitud haya pasado desapercibida para las autoridades? La incompetencia, la corrupción o la connivencia con el crimen organizado son hipótesis que no pueden ser descartadas a la ligera.
El gobierno mexicano ha manifestado su compromiso de investigar a fondo este caso, pero la respuesta no puede limitarse a una operación burocrática para apaciguar las críticas internacionales. Es imperativo que esta investigación marque un punto de inflexión en la política de seguridad y en la relación del Estado con la ciudadanía. La violencia y el terror impuesto por los cárteles no son únicamente una cuestión de seguridad pública; son un problema estructural que revela las fracturas de un sistema político que, desde hace décadas, ha tolerado —cuando no facilitado— la consolidación del poder criminal.
El llamado de la ONU también abre un frente diplomático complejo para México. La presión internacional para esclarecer el caso y garantizar justicia para las víctimas podría derivar en un incremento en la supervisión de organismos internacionales sobre las políticas de seguridad y derechos humanos en el país. Si el gobierno mexicano responde con evasivas o respuestas superficiales, corre el riesgo de aislarse en el escenario internacional y de perder legitimidad ante sus socios comerciales y estratégicos.
Pero más allá de las repercusiones diplomáticas, el hallazgo de estos crematorios plantea una pregunta incómoda y urgente: ¿cuál es el papel del Estado mexicano en la protección de la vida y la dignidad de sus ciudadanos? Las familias de las víctimas, las comunidades afectadas y la sociedad en su conjunto merecen más que promesas vacías y declaraciones oficiales de indignación. Lo que está en juego no es solo la reputación del gobierno o la relación de México con la ONU; lo que está en juego es el derecho mismo a la vida, a la justicia y a la verdad en un país que lleva décadas enterrando cuerpos y verdades en fosas clandestinas.
La exigencia de una investigación exhaustiva no es solo una oportunidad para hacer justicia en este caso concreto; es una oportunidad para que el gobierno mexicano demuestre que el Estado aún puede prevalecer sobre el poder criminal. México está en un punto de inflexión histórico. La respuesta que dé el gobierno ante este llamado internacional definirá no solo el curso de la política de seguridad y derechos humanos en los próximos años, sino también la posibilidad de recuperar la confianza ciudadana en las instituciones. Si el Estado no es capaz de garantizar el derecho a la vida y la justicia para las víctimas, el pacto social que sostiene a la nación estará en peligro de colapsar irremediablemente.
El gobierno de México debe comprender que la exigencia de la ONU no es una amenaza, sino una advertencia. La respuesta a esta crisis determinará si México avanza hacia una consolidación democrática o si, por el contrario, sucumbe a la barbarie institucionalizada. La historia juzgará este momento, y el gobierno tiene ante sí la oportunidad —o la condena— de escribir el desenlace.
Los contenidos, expresiones u opiniones vertidos en este espacio son responsabilidad única de los autores, por lo que La Verdad Jalisco no se hace responsable de los mismos.