Por Amaury Sánchez
En los apenas dos meses de gestión de la presidenta Claudia Sheinbaum, los números parecen hablar por sí mismos. Con más de seis mil personas detenidas, toneladas de drogas incautadas y un alarmante volumen de fentanilo decomisado, el discurso oficial de la victoria en la lucha contra el crimen se ha vuelto contundente. La titular de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, Omar García Harfuch, se encargó de presentar los números, que evidentemente buscan sellar el mensaje: la Estrategia Nacional de Seguridad de la administración actual está dando resultados.
Y sí, hay que reconocer que los datos, fríos y crudos, podrían sugerir avances tangibles. Las detenciones no son menores, la cantidad de drogas aseguradas es significativa y el decomiso de fentanilo—uno de los principales flagelos de la salud pública—es un punto que la propia administración señala con énfasis. Pero, como en toda política pública, los números solo cuentan una parte de la historia. El verdadero desafío es cómo estos resultados se traducen en una disminución real de la violencia que sigue azotando a tantas regiones del país.
Es innegable que en comparación con otros gobiernos, el actual ha apostado por una visión diferente de la seguridad. La apuesta por una estrategia integral que combine fuerzas federales, apoyo a las corporaciones locales, y la colaboración con la ciudadanía ha sido un cambio significativo en relación con enfoques anteriores. Sin embargo, la tarea de reducir los índices de violencia no se mide solamente en cifras de capturas o decomisos. La pregunta central es: ¿cómo impactan estos avances en la vida cotidiana de los mexicanos?
La presidenta Sheinbaum, al igual que su equipo de seguridad, se muestra confiada en que los resultados seguirán mejorando. Es lógico que se proyecte optimismo ante el primer informe de avances, pero la historia reciente nos ha enseñado que, si bien las detenciones pueden dar respiro momentáneo, no son garantía de que el problema subyacente se esté resolviendo. La criminalidad en México no es solo cuestión de números; es el producto de una compleja red de impunidad, corrupción, desigualdad y la fragmentación de las instituciones encargadas de la justicia.
Es cierto que las drogas y el fentanilo son un desafío de magnitudes crecientes. El hecho de que las autoridades estén golpeando de frente al narcotráfico es un paso en la dirección correcta, pero la guerra contra las drogas ha sido en gran parte un campo de batalla simbólico, donde el cartucho más barato ha sido siempre el sacrificio de vidas y el desglose de la estructura del Estado. Si bien los decomisos son positivos, no debemos olvidar que el crimen organizado se adapta rápidamente. Para que esta estrategia sea efectiva a largo plazo, deberá ir acompañada de políticas sociales que atiendan las raíces de la delincuencia.
El problema, entonces, no es solo una cuestión de cifras, sino de un cambio cultural profundo que involucre a todos los sectores del país. No basta con capturar a miles de criminales si no se transforma el sistema judicial y se debilita la estructura de impunidad que les permite operar con total libertad, tanto a nivel local como federal.
De ahí que, aunque los resultados presentados hasta el momento son un indicio de que algo está cambiando, el verdadero reto está en garantizar que estos avances sean sostenibles y que la seguridad deje de ser solo un tema de estadísticas y se convierta, finalmente, en un derecho que todos los mexicanos puedan ejercer plenamente. Mientras tanto, debemos esperar y seguir evaluando si la Estrategia Nacional de Seguridad se materializa en un verdadero cambio en la calidad de vida de los ciudadanos, o si, como en otras ocasiones, los números de captura se evaporan ante la dura realidad de la violencia cotidiana.
La historia de la seguridad en México ha sido, a menudo, una de promesas incumplidas. Aún estamos a tiempo para que esta administración no repita ese ciclo.
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