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La muerte utilizada: cuando la política pierde el pudor

Por Amaury Sánchez G.

I. Un país que mira, calla… y calcula

En México, los muertos ya no conmueven: se administran. Unos se suman a estadísticas, otros a discursos, y los menos afortunados —como el alcalde de Uruapan, Carlos Alberto Manzo Rodríguez— terminan convertidos en bandera ajena, izada por manos que nunca le acompañaron en vida, pero hoy hacen de su sangre una proclama. Murió en público, iluminado por miles de velas y celulares, en un festival que celebraba la memoria de los muertos. Fue abatido frente a su esposa, sus ciudadanos y sus escoltas, esos mismos que, se dijo, lo protegían con catorce elementos asignados desde 2024, según confirmó el propio secretario de Seguridad federal, Omar García Harfuch.

La tragedia fue inmediata. La desvergüenza también.

II. La oposición que descubre la moral cuando le conviene

Bastaron unas horas para que los dirigentes de la ultraderecha, opinadores profesionales y detractores del gobierno se disputaran la autoría moral del dolor. No exigían justicia; exigían cámaras. No pedían calma; pedían juicios políticos, renuncias, cadenas de mando descuartizadas. Carlos Manzo, hasta el día anterior, era para muchos de ellos un desconocido —o, peor aún, un alcalde incómodo que se negaba a someterse a intereses partidistas. Hoy, convertido en trending topic póstumo, sirve de recurso discursivo para quienes no perdonan al gobierno ni sus yerros ni sus aciertos, sino algo mucho más profundo: haberles arrebatado la narrativa del país.

“Es el resultado de la incompetencia del régimen”, escribió un dirigente de oposición en redes, con la rapidez de quien no espera el dictamen forense, pero sí el próximo corte de encuestas. Para ellos, no hubo balas del crimen organizado, sino “balas del abandono institucional”. No hubo investigación abierta por la Fiscalía de Michoacán —que sí existe— sino oportunidad de exigir una “estrategia de mano dura”, esa que antes criticaban cuando era ejercida por militares sin rostro ni orden judicial.

III. El cadáver como argumento

Resulta grotesco —y sin embargo profundamente mexicano— ver cómo la muerte se convierte en herramienta de campaña. Como si sobre el cuerpo del alcalde se instalara una tribuna, y sobre su sangre se escribiera el libreto oportunista de los que jamás lo defendieron en vida. Carlos Manzo incomodaba a muchos: a los caciques locales, a ciertos empresarios que no entendían su autonomía, a partidos que le exigían alinearse para sobrevivir políticamente. Ni de un lado ni del otro; apenas del suyo, y del de quienes aún creen que gobernar no es obedecer al más fuerte, sino soportar al más solitario.

Y, sin embargo, ahora todos lo reclaman. Algunos lo lloran, otros lo utilizan.

IV. El Estado, entre el silencio y la culpa

El gobierno federal respondió con mesura, casi con frialdad: “No habrá impunidad”, dijo Claudia Sheinbaum. “Aprovecharon la vulnerabilidad de un evento público”, explicó Omar García Harfuch. Pero esas palabras, aunque prudentes, no bastan para detener la maquinaria de odio y oportunismo. La presidenta defendió su estrategia de seguridad, rechazó militarizar aún más las calles, y pidió esperar el curso de la justicia. La oposición escuchó solo lo necesario para incendiar sus redes.

Y ahí emergió el país real: el de las deficiencias de inteligencia, la protección rota, los protocolos que no anticipan lo inevitable. El Estado —este y los anteriores— sigue sin entender que no se gobierna solo desde las conferencias, sino desde las calles donde se sangra sin permiso.

V. El oportunismo no construye república

Luis Spota diría que en México no hay tragedias, hay escenarios. Y que el dolor ajeno sirve, en muchos casos, para que otros ensayen su indignación de utilería. Hoy, quienes se visten de dolientes, no piden justicia, piden usufructo. No exigen esclarecer, exigen capitalizar.

Utilizan la muerte de Manzo para reclamar que el país “ya no da más”, pero no mencionan que ellos, cuando gobernaron, dejaron desaparecidos sin nombre, fosas clandestinas sin buscar, policías vendidas al narco, y periodistas a merced de la próxima amenaza.

VI. ¿Y los ciudadanos?

Los ciudadanos de Uruapan no marchan por cálculo, sino por miedo y desconsuelo. No hablan en redes: sepultan en silencio. Ellos, que sí lo conocían, no lo convirtieron en mártir ni en eslogan. Lo lloran sin cámaras, porque la dignidad no necesita micrófonos.

VII. Conclusión: el espejo roto

México se asoma al espejo de su propia decadencia y evita mirar demasiado. No por cobardía, sino por costumbre. Porque aquí aprendimos que los muertos no detienen al poder; lo alimentan. Y que mientras unos entierran, otros negocian, calculan, opinan.

Carlos Manzo fue asesinado por la violencia que jamás se fue. Y hoy es utilizado por quienes jamás llegaron: los que quieren regresar al poder, aunque sea caminando sobre los muertos, aunque sea renunciando a su vergüenza.

El país no necesita más discursos con moño negro. Necesita justicia. Y memoria. Porque lo verdaderamente imperdonable no es solo matar a un alcalde: es convertir su muerte en mercancía política.


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