Por Amaury Sánchez
En la geografía del espíritu, pocas veces se alza una figura que encarne la contradicción luminosa entre poder y humildad. Jorge Mario Bergoglio, devenido Papa Francisco, no fue un emperador de la fe, sino su servidor. Y hoy, mientras su cuerpo reposa en mármoles vaticanos, el mundo se interroga no sobre el fin de un pontífice, sino sobre la persistencia de su palabra.
Nació en Buenos Aires, ciudad de esquinas que huelen a tango y a evangelio, donde la modernidad y la miseria bailan un vals disonante. Allí, en ese confín del mundo, comenzó a formarse el hombre que años después haría del sur su brújula ética. No fue el teólogo de biblioteca, sino el cura de callejón, el que besa pies llagados y sube al colectivo como quien sube a la cruz.
Francisco no gobernó la Iglesia desde la cúpula dorada, sino desde los cimientos: quiso limpiar, reformar, abrir puertas. Su voz—áspera a veces, tierna siempre—no se alzó para condenar, sino para abrazar. Habló a los migrantes, a los pobres, a los excluidos, como quien recuerda que el Reino de Dios no se construye con dogmas, sino con actos.
En su encíclica Laudato si’, Francisco no nos habló como Papa, sino como hermano que ve la Tierra agonizar. En Fratelli tutti, extendió su mano más allá del altar: al musulmán, al ateo, al diferente. ¿Qué otra cosa es la fe sino un puente sobre el abismo humano?
Su muerte, dicen los cables y las pantallas, ocurrió en la residencia de Santa Marta. Pero en verdad murió en el corazón de un siglo que lo necesitaba aún. No fue un milagro, fue un espejo: nos devolvió la imagen de una Iglesia posible, no perfecta, pero viva. Una Iglesia que no teme el barro ni el error, porque camina con los hombres y no sobre ellos.
Francisco no fue el último de los papas, fue quizás el primero de una nueva estirpe: la de los que gobiernan arrodillados. Su legado no se medirá en encíclicas, sino en conciencias despertadas.
Y ahora, mientras se callan las campanas y comienza la liturgia del duelo, no cabe la tristeza. Porque en cada gesto suyo se sembró una semilla. Y si el sur fue su origen, será también el horizonte hacia donde camina lo sagrado.
— Que en paz descanse quien hizo de la paz su oficio.
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