Por Amaury Sánchez G.
La república —bien lo enseñó Juárez— se sostiene sobre la congruencia de sus principios con los actos de sus gobernantes. No hay doctrina posible sin práctica que la respalde. No hay ética pública sin el ejemplo que la encarne. Y no hay liderazgo real en el México de hoy que pueda permitirse la sombra de la incongruencia sin agraviar al pueblo que ha depositado su confianza en la esperanza de una transformación verdadera.
En días recientes, fue exhibido Andrés Manuel López Beltrán —mejor conocido como “Andy”— en un restaurante del hotel Okura de Tokio, uno de los establecimientos de mayor lujo en Japón, en compañía del diputado morenista Daniel Asaf. El hecho, en sí mismo, sería trivial en otro régimen político: un hijo de expresidente cenando en el extranjero. Pero en la lógica de Morena, que hizo del discurso de la “austeridad republicana” su piedra de toque moral, este episodio no puede ser despachado con ligereza.
Porque no se trata del costo de la habitación ni del menú degustación. Se trata del significado político, ético e ideológico que encierra la conducta de quien funge como secretario de organización del partido que se dice heredero del juarismo y del maderismo, del cardenismo y del lopezobradorismo.
I. La herencia moral y la falacia de la medianía selectiva
El presidente López Obrador no dejó solo un legado institucional o un poder político: dejó una doctrina. Y en ella, la idea de “vivir en la justa medianía” no era un recurso retórico, sino un imperativo moral. El servidor público no puede separarse del pueblo ni por el blindaje del automóvil ni por el grosor del mantel.
Cuando Claudia Sheinbaum —presidenta constitucional de los Estados Unidos Mexicanos— reitera que “no puede haber gobierno rico con pueblo pobre”, no está improvisando una frase: está recordando el núcleo ético que hizo de Morena una fuerza creíble frente a una ciudadanía harta de la ostentación de las élites.
Por ello, lo de Andy no es un error personal: es una ofensa política. Una grieta profunda en la credibilidad del movimiento, y más aún, en la legitimidad de un partido que aspira a ser la conciencia crítica de la nación. Y peor aún, se comete no por ignorancia sino por impunidad hereditaria: la creencia —tan priista, tan monárquica— de que el hijo del caudillo puede jugar a la alta política sin rendir cuentas al pueblo.
II. El peso simbólico de la sangre, y no del trabajo
El verdadero liderazgo no se construye con apellidos ni con cenas importadas. Se construye en la calle, en el sindicato, en la asamblea, en la contradicción resuelta con humildad. Andy López Beltrán ha ejercido su posición más por su parentesco con el expresidente que por su desempeño partidario o su legitimidad ante las bases.
Su designación como secretario de organización fue una concesión política más que una conquista militante. ¿Quién lo eligió? ¿Con qué trayectoria, con qué resultados, con qué compromiso demostrado con las luchas del pueblo trabajador? Su presencia en el centro de las decisiones no tiene otra raíz que el linaje, y eso no es liderazgo popular: es nepotismo disfrazado de continuidad histórica.
III. Las defensas vacías y el error de la soberbia
Resulta revelador que el senador Fernández Noroña, en lugar de exigir una aclaración, minimice el asunto como “golpeteo” o “clasismo”. Lo que ignora —o finge ignorar— es que el clasismo no radica en señalar la opulencia impropia, sino en normalizarla desde el poder. El pueblo no pide listas de hoteles permitidos. Pide coherencia, pide rendición de cuentas, pide ética.
Lo mismo podría decirse de quienes argumentan que la oposición “robaba más”. Esa es una lógica degradada. La Cuarta Transformación no nació para ser “menos corrupta que el PRI o el PAN”, sino para no ser corrupta en lo absoluto. Si el estándar moral de Morena baja al nivel de “al menos no robamos tanto”, entonces el proyecto ya no es transformación: es simulación.
IV. La presidenta, entre la congruencia y el silencio cómplice
Claudia Sheinbaum tiene en sus manos una oportunidad histórica: marcar la diferencia entre el liderazgo doctrinario y la inercia del compadrazgo. O se deslinda con firmeza y claridad de los excesos, incluso de los cometidos por los “hijos del régimen anterior”, o su discurso de austeridad será sólo un gesto vacío.
No basta con recordar a Juárez: hay que hacerle justicia en los hechos. Y eso implica sancionar la ostentación, el elitismo, la arrogancia simbólica de quienes se sienten impunes por llevar un apellido. Porque cuando el silencio se impone, lo que queda no es la institucionalidad: es la complicidad.
V. Epílogo: el precio de no corregir
En política, lo que no se corrige a tiempo se pudre. Morena debe decidir si quiere ser un instrumento de transformación o una dinastía de poder. Andy no representa una amenaza electoral en sí, pero sí representa una fractura moral: la que ocurre cuando los valores fundacionales se diluyen entre privilegios personales y defensas acomodaticias.
Si no hay deslinde, vendrá el descrédito. Si no hay corrección, vendrá la indiferencia popular. Y si no hay ejemplo, la “justa medianía” quedará convertida en un lema más, hueco como tantos otros, pronunciado por una clase política que olvidó que el pueblo observa, juzga… y castiga.
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