Por Amaury Sánchez
En política, hay dos tipos de jugadores: los que luchan por sus ideales y los que luchan por seguir en el poder. Y luego está el Partido Verde, que no lucha, solo sobrevive, como cucaracha en zona de guerra. Lo ha hecho con el PRI, lo hizo con el PAN y ahora lo hace con Morena, porque si algo sabe el Verde es olfatear el poder y subirse al tren antes de que arranque.
La última jugada maestra de esta franquicia política disfrazada de partido fue retrasar la reforma contra el nepotismo de 2027 a 2030. ¿Por qué? Porque en 2027 se les acababa el negocio a varios de sus caciques disfrazados de ambientalistas. En San Luis Potosí, Ricardo Gallardo quiere pasarle la estafeta a su esposa, en Guerrero, Félix Salgado quiere recuperar la gubernatura que ahora ocupa su hija, y en Zacatecas, los Monreal siguen repartiéndose la gubernatura como si fuera un juego de sillas musicales.
Pero lo realmente fascinante es cómo el Verde siempre logra salirse con la suya. Este partido no tiene ideología, tiene instinto de supervivencia. Es el clásico tipo que llega a una boda sin invitación, se sienta en la mesa de los novios y al final se lleva el centro de mesa. No importa quién gobierne, el Verde siempre encuentra la manera de acomodarse y cobrar por su apoyo.
Morena pudo haberle puesto un alto, pero prefirió darle gusto. ¿Por qué? Porque el Verde es su amuleto legislativo. Sin ellos, la 4T perdería estabilidad en el Congreso y arriesgaría su control absoluto. Así que, en lugar de mantenerse firme en su discurso de “no mentir, no robar y no traicionar”, optó por un cuarto mandamiento: “no incomodar al Verde”.
El resultado es claro: el cacicazgo tiene prórroga, la democracia tiene paciencia y el Verde sigue teniendo la sartén por el mango. Porque si algo nos ha enseñado la política mexicana es que aquí no gobierna quien tiene la razón, sino quien sabe negociar mejor. Y en eso, el Verde es un experto.
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