Por: Amaury Sánchez
Decía un viejo conocido, mientras se remojaba las ideas con un sotolito en mano, que la política y la religión en México se llevan como suegra y nuera: siempre juntas, aunque no se soporten. Y en este país de milagros y pecados, el matrimonio forzado entre la iglesia y el poder ha tenido sus altas y, sobre todo, sus bajas. Hoy nos toca analizar el papel de ciertos clubes exclusivos del cielo: el Opus Dei y los Legionarios de Cristo, esas finísimas cofradías con sotana, influencia y, dicen algunos, una mano larga para las decisiones políticas.
El Opus Dei, esa sociedad religiosa que predica la santidad a través del trabajo y cuyos integrantes, al parecer, tienen empleo asegurado en las altas esferas, ha encontrado en la política mexicana un campo fértil. Su influencia no es abierta, claro, porque para eso tienen a Dios: actúan como el Espíritu Santo, en las sombras, guiando almas y decisiones. Si algo saben estos caballeros (y damas, aunque menos visibles) es tejer fino. Desde las escuelas privadas que moldean a la futura élite hasta sus contactos en el poder judicial, su estilo es más discreto que un cura en un casino. Pero no se equivoquen, su dedo no solo señala, sino que aprieta botones cuando se trata de legislar en temas como aborto, matrimonio igualitario o educación sexual.
Por otro lado, tenemos a los Legionarios de Cristo, quienes llegaron con el espíritu de la conquista española, pero en versión ejecutiva. Su fundador, Marcial Maciel, dejó un legado tan turbio que parece novela de suspenso, y pese a eso, sus herederos han logrado mantener una presencia importante en las estructuras de poder. Su fortaleza está en el campo educativo y en los lazos con la clase empresarial y política. Si de moldear mentes se trata, ellos tienen el cincel bien afilado. Cada vez que algún político se gradúa de una de sus instituciones, parece salir con un manual bajo el brazo que incluye valores ultraconservadores y una suscripción implícita al lobby religioso.
Pero, ¿hasta dónde llega su influencia? Aquí está el truco: ni el Opus ni los Legionarios buscan aparecer en las primeras planas. No necesitan ser presidentes ni diputados, porque saben que el verdadero poder está en controlar los valores y principios que guían a quienes sí lo son. Su especialidad es infiltrar agendas, asegurándose de que ciertos temas sean intocables en el debate público. La moral religiosa se convierte en política pública, y de repente el discurso oficial huele a incienso.
El pr”blema”no es solo su existencia, sino el vacío que aprovechan. En un país donde los partidos políticos cambian de ideología como de calcetines y donde la educación laica sigue siendo una promesa incumplida, estas organizaciones encuentran terreno fértil para influir sin mayor resistencia. Si los políticos mexicanos fueran un poco más agnósticos en su toma de decisiones, quizá podríamos hablar de políticas públicas basadas en datos y no en dogmas. Pero, mientras tanto, las leyes seguirán escribiéndose con tinta bendita.
Así que aquí estamos, viendo cómo el Opus Dei y los Legionarios de Cristo ponen la vela en los asuntos del Estado. Si nos descuidamos, pronto tendremos una Secretaría de Asuntos Divinos o, peor aún, un Código Penal dictado directamente desde el púlpito. Mientras tanto, la suegra y la nuera seguirán viviendo juntas, aunque a veces no sepamos quién lleva las faldas.
Que Dios los bendiga, y que el diablo no se entere.
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