Por Amaury Sánchez
En una tarde de mayo, bajo las campanas tibias del Vaticano y el humo blanco que aún olía a siglos, la cristiandad parpadeó con asombro: por primera vez, el susurro del Espíritu Santo sopló desde los vientos de Chicago. El nuevo Papa era estadounidense. Se llamaba Robert Francis Prevost, pero eligió llamarse León, como aquellos antiguos leones de Roma que en vez de devorar cristianos, pastoreaban concilios.
León XIV, así, sin titubeos ni florituras, como si el siglo XXI necesitara de un rugido que lo devuelva al corazón.
No vino con la pompa de los emperadores ni el estruendo de los conquistadores. Vino con las sandalias gastadas del misionero y el español aprendido en las callejuelas polvorientas de Perú, donde sembró fe entre los olvidados. Porque antes de trazar caminos en la Curia Romana, Prevost fue sembrador de esperanza en Chiclayo, fue padre y hermano en Trujillo, y escuchó la voz de Dios en las lenguas humildes de los Andes.
No es casual que eligiera llamarse León. Dicen que los nombres papales son espejos que devuelven las intenciones del alma. León I, aquel primer gran rugido de la Iglesia, defendió Roma de Atila sin alzar una espada, armado solo con la palabra. León XIII, aquel otro soñador, lanzó las bases de la justicia social con su encíclica de obreros y pan. ¿Qué León será este XIV, salido de la tierra del jazz, del béisbol y los algoritmos?
Tal vez será el León que nos enseñe que la fe no tiene pasaporte, que Dios también camina entre rascacielos y suburbios, y que los corazones humildes pueden levantar puentes entre Roma y América Latina, entre el Vaticano y las periferias del mundo.
En tiempos de desencanto, donde las iglesias se vacían y los algoritmos reemplazan las plegarias, un Papa nacido en los barrios de Chicago y forjado en la selva pastoral de Perú parece una parábola escrita por Borges con la tinta de García Márquez: improbable, pero profundamente cierta.
León XIV no hereda una Iglesia dormida. Hereda una cruz que arde. Con escándalos aún sin cicatrizar, con guerras que invocan a Dios como excusa y con un mundo sediento de abrazos, el nuevo Papa tiene ante sí la misión de ser puente, bálsamo y faro. Y si elige hablar con la voz suave de los pastores, y no con la altivez de los emperadores, tal vez el mundo vuelva a escucharlo.
Tal vez el rugido que viene no sea de condena, sino de ternura.
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