Por Amaury Sánchez G.
Dicen en los corredores del Palacio Nacional —donde las paredes aún susurran los nombres de los traidores y los fieles— que Claudia Sheinbaum, presidenta de una república que a veces despierta como nación y otras como herida, recibió en la víspera a un enviado del norte: Christopher Landau, vicesecretario de Estado de los Estados Unidos, aquel país que sueña sin dormir y manda sin disculpas.
El encuentro fue cortés, como se estila en los protocolos donde las sonrisas son armas cargadas de diplomacia. Pero la presidenta, sin levantar la voz, dejó caer una advertencia que pesó más que cualquier tratado: “Las redadas contra migrantes no solo dañan a las personas, también a su propia economía”.
Y lo dijo sin dramatismo, como quien sabe que la verdad no necesita adornos, sólo tiempo para hacer efecto.
Landau, vestido con traje de palabra y corbata de promesa, asintió. Pero en su mirada se adivinaba el mismo gesto que tienen los halcones cuando sobrevolaban Macondo: esa mezcla de superioridad y desinterés, como si cada conversación con el sur fuera una página ya escrita por ellos mismos.
Lo que tal vez no sabía el enviado es que, mientras él cenaba en la embajada, en un campo de Fresno, California, un hombre llamado Jacinto —indocumentado, invisible, imprescindible— fue detenido por la Patrulla. Jacinto no tenía papeles, pero tenía un nombre que su jefe no podía pronunciar y una habilidad ancestral para hacer florecer la tierra con solo tocarla.
Al día siguiente, las lechugas no fueron cosechadas. Luego, los camiones no salieron. Después, los contratos no se cumplieron. Una cadena invisible empezó a resquebrajarse desde el sur del Valle Central hasta los anaqueles de Chicago.
En el fondo, lo que advirtió Sheinbaum no fue una amenaza, sino un presagio: en Estados Unidos, el migrante no es un intruso, es el cimiento disfrazado de sombra.
Pero eso no se discute en los congresos ni en los consejos de seguridad. Allá, donde los algoritmos redactan decretos, se sigue creyendo que el país se sostiene sobre capital y cañones. Allá se olvida que cada casa tiene un aliento mexicano escondido tras el concreto, que cada fresa brillante en el supermercado lleva una gota del sudor de Oaxaca o Guerrero.
Lo verdaderamente nuevo en esta historia vieja fue que una presidenta mexicana, sin estridencias, se atrevió a recordárselo al Imperio.
Lo dijo como si repitiera una profecía heredada de las abuelas del sur: que todo imperio que persigue al que lo alimenta, termina comiéndose a sí mismo.
La geopolítica, en este rincón del continente, nunca ha sido una danza de iguales. Es más bien una cuerda floja entre el respeto y el sometimiento. Pero algo cambió cuando una mujer que antes estudiaba física ahora conjuga la dignidad con la firmeza y se sienta frente al enviado sin bajar la mirada.
Quizás esa fue la verdadera noticia del encuentro: que esta vez, México habló no con rabia, sino con razón. Que no amenazó, sino que advirtió. Y que la advertencia no venía de un gobierno, sino de millones de migrantes que han construido un país que no los quiere, pero que no puede prescindir de ellos.
Porque, en el fondo, toda redada es también una demolición. Y un día —quizás no tan lejano— los Estados Unidos descubrirán que al echar a sus migrantes, también están echando los cimientos de su propia abundancia.
Y entonces, será demasiado tarde para disculparse con Jacinto.
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