Por: Amaury Sánchez
En este país, donde la justicia parece más una quimera que una realidad, la historia de Don José Luis González, uno de los fundadores de la empresa lechera Sello Rojo, es una prueba desgarradora de cómo la avaricia puede destrozar no solo a las personas, sino también el tejido moral de una familia.
Don José Luis, un hombre que dedicó su vida a construir un emporio desde cero, hoy enfrenta una tragedia que no proviene de competidores despiadados ni de una crisis de mercado, sino de la traición de su propia sangre. Según sus propias palabras, sus sobrinos, Abrahán y Masayi González Uyeda, no solo lo han despojado de su patrimonio, sino que han convertido su vejez en un calvario lleno de injusticias y humillaciones.
Es imposible escuchar las palabras de este hombre sin sentir indignación: “Ellos tienen escoltas, mansiones, viven como reyes, mientras yo, como socio fundador, no tengo ni para mis medicamentos o un marcapasos.» Esta frase no solo denuncia un abuso de poder, sino que grita a los cuatro vientos la degradación ética de aquellos que priorizan la riqueza sobre los lazos familiares y la gratitud.
Pero el atropello no se detuvo en la usurpación económica. Como si su situación no fuera ya suficientemente insostenible, estos administradores le han acusado falsamente de fraude cibernético y robo, utilizando estas denuncias para anularlo como socio. Bajo un contrato corporativo impuesto de manera arbitraria, Don José Luis perdió todos sus derechos accionarios: su voz, su voto y su capacidad de defender el patrimonio que ayudó a construir durante más de seis décadas.
Lo más indignante es la manera en que esta maniobra fue ejecutada. En una asamblea, que él describe como ilegal, sus sobrinos redujeron su porcentaje accionario a la mitad, convirtiéndolo en un testigo impotente de cómo venden su legado al precio y al comprador que ellos decidan. Es un despojo en toda regla, disfrazado de legalidad, pero con un tufo nauseabundo a corrupción y avaricia desmedida.
Sello Rojo no es solo una empresa; es un emblema en el sector lechero mexicano, una marca construida con esfuerzo, visión y sacrificio. Lo que Don José Luis ha vivido es un recordatorio brutal de cómo los emporios familiares, cuando caen en manos de administradores sin escrúpulos, pueden transformarse en escenarios de disputas mezquinas y traiciones imperdonables.
Más allá del caso particular, esta historia revela un problema sistémico en México: la facilidad con la que el poder económico puede manipular las leyes para servir a intereses individuales. ¿Dónde están las autoridades? ¿Dónde están los mecanismos para proteger a un socio fundador de ser reducido a un cero a la izquierda? ¿Es posible que en este país la justicia solo funcione para quienes tienen dinero y escoltas?
La voz de Don José Luis resuena no solo como una denuncia, sino como un llamado urgente a recuperar el sentido de la ética y la justicia. Porque si permitimos que historias como esta queden impunes, ¿qué esperanza tienen los demás ciudadanos comunes de este país?
Desde esta tribuna, exigimos que se esclarezca esta situación, que se revise cada documento, cada asamblea y cada movimiento hecho contra este hombre, y que se devuelva lo que es suyo por derecho. No es solo un acto de justicia; es una obligación moral.
Y a esos sobrinos, Abrahán y Masayi, que han elegido la riqueza sobre la decencia, vale recordarles que, aunque el dinero puede comprar muchas cosas, jamás podrá lavar el peso de la traición. El tiempo, implacable, siempre termina cobrando las facturas más caras.
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