Por, Rubén Iñiguez
“La prensa debe servir a los gobernados, no a los gobernantes”, decía Joseph Pulitzer. Y en tiempos de poder concentrado, esa frase se convierte en principio de resistencia. El periodismo crítico no es un lujo ni una amenaza, sino un contrapeso indispensable para que una sociedad no caiga en la obediencia ciega ni en el silencio impuesto. Cuando un gobierno, cualquiera que sea, busca sustituir la crítica por el aplauso, la transparencia por la propaganda, la democracia empieza a correr peligro.
México vive un momento delicado. Al menos 30 periodistas han sido removidos de sus espacios en medios durante el actual sexenio, ya sea por presiones, represalias o decisiones corporativas alineadas con intereses del poder. No se trata de hechos aislados, sino de una tendencia sostenida. En los últimos 10 meses se han documentado al menos 27 casos de acoso judicial, censura y presiones a periodistas.
Desde 2018, entre 43 y 47 periodistas han sido asesinados en el país. Los datos son contundentes, pero la respuesta institucional ha sido la negación.
Este fenómeno no es nuevo ni exclusivo de México. En países como Venezuela y Nicaragua, los primeros síntomas de la regresión autoritaria también se vieron en los medios: primero vinieron los vetos, luego las campañas de desprestigio, después los cierres forzados, las detenciones y los exilios. Hoy, en esos países, los pocos periodistas independientes que quedan viven bajo amenaza constante. El gobierno controla los principales canales de información y se castiga el pensamiento divergente.
En Venezuela, por ejemplo, el cierre de medios como El Nacional o la persecución a periodistas como Luz Mely Reyes marcaron el camino hacia el control informativo absoluto. En Nicaragua, el régimen de Daniel Ortega expulsó a medios internacionales, confiscó redacciones y encarceló a reporteros.
México aún no está en ese punto, pero las señales de alarma ya están encendidas. La Cuarta Transformación, ahora en su segundo piso, ha convertido sus conferencias matutinas en tribunas para descalificar a medios y periodistas que los cuestionan. Las etiquetas como “prensa vendida”, “conservadores” o “calumniadores” no son inocuas; alimentan una hostilidad que legitima la violencia simbólica —y en muchos casos, física— contra quienes hacen preguntas incómodas. Este clima se ha normalizado peligrosamente.
El periodismo crítico no es enemigo de la democracia, es su salvavidas. Cuando los medios renuncian al cuestionamiento para convertirse en vocerías del poder, lo que se debilita no es solo la libertad de expresión, sino la posibilidad misma de exigir cuentas, denunciar abusos y construir ciudadanía informada. Sin periodismo libre, el poder se vuelve opaco, impune y más proclive al autoritarismo.
Lo más preocupante es que, mientras esto ocurre, una parte importante de la sociedad aplaude la censura. Desde redes sociales hasta plataformas de medios alineados, se normaliza la idea de que la prensa debe “alinearse con el pueblo”, cuando en realidad su deber es incomodar al poder, denunciar injusticias y fiscalizar sin importar quién gobierne. En democracia, no se aplaude al mensajero, se protege su derecho a decir la verdad, incluso cuando incomoda.
México está aún a tiempo de rectificar. Proteger al periodismo independiente no es un favor al gremio, es una defensa de nuestra libertad como sociedad. Porque cuando los periodistas callan —por miedo, censura o consigna—, lo siguiente que se silencia es la verdad. Y una democracia sin verdad es solo una ilusión decorada con urnas.
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