Por Amaury Sánchez
Hay símbolos que no necesitan traducción. El relincho de un caballo en el amanecer jalisciense y el brillo ámbar de un buen tequila bastan para contarle al mundo quiénes somos. Por eso, cuando el diputado Sergio Martín anunció en rueda de prensa el Festival Internacional del Caballo y el Tequila 2025, no hablaba sólo de un evento: hablaba del alma de Jalisco, de su orgullo y de su destino.
Del 19 al 23 de noviembre, el Conjunto Santander de Artes Escénicas, en Zapopan, será el escenario donde la tradición se vista de gala. Allí convergerán la charrería, la música, la pintura, la gastronomía y el arte ecuestre, en un abrazo que promete reunir a más de 25 mil asistentes, con la participación de ocho países invitados. No es poca cosa: Jalisco volverá a ser el epicentro de lo que lo hace único, pero con la mirada puesta más allá de sus fronteras.
El diputado Sergio Martín, más que un gestor, se mostró como un hombre de visión: entiende que el turismo no se promueve sólo con folletos, sino con identidad. Que la cultura no se vende, se comparte. Y que cuando el caballo y el tequila cabalgan juntos, no hay frontera que no se abra al talento mexicano. Su iniciativa no es un simple festival; es una declaración de pertenencia, una forma de recordar que nuestras raíces no se oxidan, aunque los tiempos cambien.
En el programa brillan los concursos ecuestres, las clínicas especializadas, los pabellones tequileros y comerciales, la muestra gastronómica y el concurso de pintura “El Color de Nuestras Raíces”, como si cada actividad fuese una pincelada en el lienzo de la jalisciandad. Los visitantes no solo vendrán a ver caballos o probar tequila; vendrán a experimentar la dignidad del trabajo artesanal, la música que nace del alma, la alegría que sólo un pueblo que se sabe fuerte puede regalar.
No faltarán los escépticos —siempre los hay—, los que ven en cada proyecto cultural un gasto innecesario. Pero la cultura no es gasto: es inversión en orgullo, en historia, en sentido de pertenencia. Y cuando un pueblo pierde eso, no hay economía que lo salve.
Por eso este festival trasciende el entretenimiento. Es la respuesta de Jalisco ante un mundo que a veces olvida de dónde viene. Es el eco de los cascos en la tierra que nos vio nacer. Es el tequila que levanta la frente del hombre común y le recuerda que la grandeza no está en los discursos, sino en mantener viva la tradición.
Al final, el caballo y el tequila no son sólo símbolos; son metáforas de resistencia. Y en esa resistencia —la de no olvidar quiénes somos— está la verdadera modernidad.
Jalisco no se vende: se admira, se celebra, se honra. Y este festival es prueba de ello.

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