Por Amaury Sánchez G.
En un régimen que se ha definido a sí mismo como el rompimiento con los excesos del pasado, donde los «moditos» del viejo régimen serían desechados por completo, y en cuya narrativa se insiste —con razón— en la austeridad republicana como virtud revolucionaria, la frase «con mis propios recursos» pronunciada por el secretario de Educación Pública, Mario Delgado, tiene más carga moral que cualquier declaración presupuestal.
Decir que se viaja a Portugal, a uno de los hoteles más exclusivos de Lisboa, o que se pasea por Madrid hospedado en un recinto de élite como el Villa Magna, «sin descuidar responsabilidades» y “con recursos propios”, es como afirmar que se puede predicar la igualdad desde la terraza de un palacio, con copa de vino caro en mano y sin despeinar el alma.
La cuestión no es si los recursos son legales. No lo dudamos. Tampoco es un reproche al derecho humano al descanso o al disfrute. Pero cuando se representa un proyecto que se ha proclamado a sí mismo como transformación histórica, no es menor lo que se simboliza.
Mario Delgado no es un ciudadano más. Es el titular de la Secretaría de Educación Pública, en un país con aulas de cartón, con estudiantes sin acceso a internet, con miles de docentes mal pagados y con universidades públicas en riesgo presupuestal. Es también expresidente de Morena, un partido que se construyó con la consigna de que “no puede haber gobierno rico con pueblo pobre”.
¿No es, acaso, un despropósito ético vacacionar en los salones del lujo europeo mientras se administran los rezagos de una educación en emergencia? ¿No suena a desdén, a frivolidad inconsciente, esa explicación que apela al bolsillo privado como si la moral pública se resolviera en una cuenta bancaria?
Lo mismo podría decirse de Ricardo Monreal, captado en el fastuoso Rosewood Villa Magna de Madrid. ¿Cuántas veces no criticaron —con justa vehemencia— los viajes de la «burocracia dorada» del PRI y del PAN, aquellos que descansaban en Europa mientras México ardía? ¿No juraron ser distintos?
La política, escribió alguna vez José María Luis Mora, no es el arte de evadir principios bajo pretextos legales. Es la capacidad de vivir con coherencia entre lo que se predica y lo que se practica. No basta con no robar. Se trata también de no ostentar, de no separarse de la realidad del pueblo que se dice representar.
Hoy, ante los ojos de millones de ciudadanos, muchos de ellos en condiciones de pobreza, los líderes de la llamada Cuarta Transformación aparecen en las redes sociales disfrutando lo que parece —aunque no lo sea en estricto sentido— un privilegio que antes se combatía.
Hay que decirlo con toda claridad: la legalidad no sustituye la congruencia.
La 4T no está en crisis por este episodio, pero sí comienza a mostrar fisuras en su fibra moral. La transformación no se agota en obras ni en encuestas; debe sostenerse en el ejemplo diario de quienes la enarbolan. Y eso incluye saber cuándo un viaje, aunque privado, se convierte en símbolo de contradicción.
Al fin y al cabo, los hombres y mujeres públicos tienen el deber no solo de ser honestos, sino de parecerlo.
Y aquí no basta con pagar la cuenta.
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