Por Carlos Anguiano
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En distintas partes del mundo, la polarización política y social se ha convertido en una amenaza creciente para la convivencia democrática. Este fenómeno, que divide sociedades entre bandos irreconciliables, va más allá de las diferencias de opinión: mina la confianza, envenena el diálogo y erosiona la posibilidad de acuerdos. Hoy más que nunca, México necesita reflexionar con seriedad sobre sus riesgos y sobre el valor de la unidad nacional como vía para consolidar una sociedad justa, plural y democrática.
La polarización no es exclusiva de nuestro país. En Estados Unidos, por ejemplo, se ha profundizado una división ideológica y afectiva entre demócratas y republicanos, al grado de que muchas personas no solo disienten del otro bando, sino que desconfían y hasta rechazan la posibilidad de convivir con él. La consecuencia es un ambiente de crispación política permanente, donde los avances legislativos y las decisiones de gobierno se traban por el temor al “otro”, más que por el bien común.
En España, la polarización ha adoptado matices culturales e identitarios. Los debates sobre temas como feminismo, migración o memoria histórica se han vuelto trincheras ideológicas. La emergencia de partidos con discursos extremos ha fragmentado el panorama político, debilitando los consensos construidos durante décadas de democracia. Esta fragmentación no ha traído mejores políticas, sino un clima de sospecha mutua que debilita la cohesión social.
En México, también enfrentamos señales preocupantes. La confrontación entre proyectos políticos ha derivado, en ocasiones, en un lenguaje que alimenta el resentimiento o la descalificación sistemática. Recientemente, las protestas contra la gentrificación en la Ciudad de México mostraron mensajes con tono xenófobo hacia personas extranjeras, lo que generó tensión con nuestros socios internacionales. Al mismo tiempo, fenómenos como la desigualdad racial evidencian fracturas sociales que no debemos ignorar.
Ante esta realidad, el llamado es claro: no incitemos al odio ni a la división. La pluralidad de ideas es una riqueza que debe protegerse. México tiene una historia de diversidad cultural, política y social que ha sido su mayor fortaleza. Preservarla es fundamental para consolidar un país más justo.
Debemos promover un diálogo respetuoso, donde se escuchen las distintas voces y se construyan acuerdos desde el reconocimiento mutuo. El disenso es natural en democracia, pero la enemistad no puede ser su consecuencia. Es tiempo de reencontrarnos como nación, de tender puentes donde otros pretenden levantar muros.
La unidad nacional no significa uniformidad. Significa reconocer nuestras diferencias y trabajar juntos por objetivos compartidos: bienestar, justicia, seguridad, desarrollo. Debemos detener la polarización antes de que erosione las bases mismas de nuestra convivencia. Apostar por la concordia no es debilidad: es valentía y responsabilidad cívica.
También es urgente fortalecer los espacios de diálogo y escucha. Desde la política, los medios de comunicación, las universidades y las organizaciones sociales, se pueden abrir canales donde las diferencias se aborden con argumentos, no con agresiones. La búsqueda del consenso debe volver a ser un valor público.
Además, el gobierno y los actores políticos tenemos una tarea clara: cuidar el lenguaje, evitar la confrontación innecesaria y construir propuestas incluyentes. Como sociedad, nos corresponde exigir un debate elevado, y rechazar toda forma de violencia discursiva o simbólica.
El país que queremos construir no puede refundarse sobre el rencor. México no necesita más divisiones. Necesita más empatía, más cooperación, más puentes entre sectores, generaciones y regiones. La unidad nacional no se decreta: se cultiva cada día con respeto, con responsabilidad y con esperanza. Solo juntos podremos avanzar hacia un país más libre, más justo y más humano. Ese es el verdadero sentido de la transformación.
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