Por Amaury Sánchez
En el norte del país, donde los alacranes huyen del sol y las presas exhiben su fondo pedregoso como herida abierta, el gobierno mexicano ha decidido, una vez más, cumplir con lo pactado. Agua para Texas, según lo ordena el Tratado de 1944. Agua que ya no sobra. Agua que duele.
La Secretaría de Agricultura (Sader) y la Cancillería anunciaron lo inevitable: México aumentará los envíos de agua al vecino del norte para mitigar el déficit acumulado. La decisión responde a la presión estadounidense, al reloj diplomático y al compromiso legal de entregar cada cinco años una cuota precisa del Río Bravo.
El ciclo vigente —iniciado en octubre de 2020— culmina en octubre de este año. Y las cifras no cuadraban. En medio de una sequía histórica, el país debía decidir: o renegociaba lo impensable, o entregaba lo indispensable.
Estados Unidos optó por presionar. La secretaria de Agricultura, Brooke Rollins, lo dijo sin rodeos: “Los agricultores de Texas necesitan esa agua para prosperar”. Y aunque el tratado permite a México diferir la deuda hídrica en casos de sequía, no lo exime de pagarla.
Desde Palacio Nacional, la administración de Claudia Sheinbaum ha reiterado que el suministro humano no será comprometido. Pero las comunidades fronterizas, que beben del mismo río que ahora se desvía, saben que entre la diplomacia y la realidad hay siempre un tramo seco.
Este acuerdo es una forma de ganar tiempo. Se ha establecido un mecanismo de consultas anuales, y la Comisión Internacional de Límites y Aguas (CILA) dará seguimiento a los niveles y flujos. Pero no se ha tocado el tema de fondo: ¿sigue siendo viable un tratado firmado hace 80 años bajo condiciones climáticas y poblacionales completamente distintas?
El Río Bravo no solo divide territorios. También exhibe la desigualdad hídrica entre dos naciones. Mientras Texas invierte millones en sistemas de irrigación, México improvisa acuerdos en cada crisis.
La urgencia de revisar el Tratado de 1944 es ya ineludible. No para romperlo, sino para reequilibrarlo. Porque en un planeta en calentamiento, los compromisos firmados con tinta deben adaptarse al sudor y al polvo.
Y porque si México sigue entregando agua con la cabeza gacha, llegará el día en que ya no tenga qué entregar.
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