Por Amaury Sánchez
En las penumbras de la Santa Sede, donde los mármoles murmuran el paso de los siglos y los ecos de las homilías resuenan en latín como si fueran plegarias flotando en aceite de mirra, se gesta una expectativa callada, casi mística: ¿quién sucederá al Papa Francisco?
La pregunta, sencilla como un padrenuestro, tiene la complejidad de las grandes epopeyas. No se trata sólo de quién vestirá la sotana blanca, ni de quién recibirá el anillo del Pescador; se trata, sobre todo, de quién será capaz de mantener a flote, en este mar embravecido por las guerras, la codicia y la desesperanza, el viejo navío de Pedro, ese que cruje pero no naufraga.
«Quien entra en un cónclave como papa, lo deja como cardenal», dice un refrán romano que huele a incienso envejecido. Es un recordatorio cruel de que en los asuntos del Espíritu, la lógica humana es solo un huésped sin privilegios. Sin embargo, como buenos mortales, nos entregamos al juego de los nombres con la fe de quien prende una vela al santo equivocado por si acaso.
Está Pietro Parolin, italiano, diplomático como un ajedrecista de sotana, conocedor de los entresijos vaticanos y con la habilidad de caminar sobre el delgado hilo entre la moderación y el reformismo sin caer en la herejía ni en el inmovilismo. Le sigue Matteo Zuppi, el arzobispo de Bolonia, pastor de los humildes, con alma franciscana y verbo compasivo, que ha tejido la paz donde la pólvora aún humea.
Desde el trópico de Asia resplandece Luis Antonio Tagle, filipino de sonrisa diáfana y verbo entusiasta, hombre del oriente que podría llevar la sede petrina a nuevas latitudes culturales, con la brisa de un catolicismo más joven y vivaz. En África, la voz grave de Peter Turkson resuena con fuerza, trayendo el eco de la justicia social y el clamor de un continente que, aunque silenciado, es ya pulmón espiritual del cristianismo. Y en los ecos más tradicionales, se alza la figura de Robert Sarah, cardenal guineano de liturgia férrea y dogma inquebrantable, guardián de los misterios más antiguos.
Y como en los boleros que se escuchaban en las radios de provincia, también hay mexicanos en esta danza invisible: Carlos Aguiar Retes, del Valle de México, y Francisco Robles Ortega, de Guadalajara, ambos cardenales curtidos en las faenas pastorales, aunque menos mencionados entre los favoritos. Su presencia, sin embargo, revela que el cónclave no es una asamblea de potencias, sino de almas en busca de una llama.
Pero más allá de los nombres, lo que el mundo necesita es un papa con el corazón del que escucha más que del que habla, con los pies cansados de andar entre la gente y no con los zapatos nuevos de la diplomacia vaticana. Alguien que entienda que el Evangelio no se predica desde el púlpito, sino desde la entraña misma de las injusticias: con las manos hundidas en el barro de la pobreza, el lodo de los abusos y el polvo de los migrantes.
El Papa Francisco, ese hombre que llegó del fin del mundo con acento de tango y alma de jesuita, ha abierto ventanas que llevaban siglos cerradas. Su sucesor no deberá cerrarlas. Deberá, al contrario, hacer que el aire nuevo se transforme en viento de cambio.
Y entonces sí, tal vez, en un rincón olvidado de algún convento, una monjita con las manos agrietadas por la escoba podrá decir, con una sonrisa: «Este sí que es Papa, como Dios manda».
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