Por Amaury Sánchez
En Jalisco, el tiempo se agota. El Congreso local tiene los días contados para ajustar las leyes que rigen el Poder Judicial a los lineamientos planteados desde la federación. Pero detrás de las formalidades legislativas, lo que está en juego es mucho más profundo: ¿Queremos un Poder Judicial que sirva al pueblo o un aparato judicial al servicio de las élites que llevan décadas intercambiando favores y sentencias?
El diputado Alberto Alfaro García no solo lo ha señalado con claridad desde la comisión que preside; ha hecho lo que pocos se atreven: desnudar el pacto de impunidad que ha mantenido al sistema judicial de Jalisco como un botín de los mismos de siempre. Alfaro, a diferencia de otros, no se conformó con escuchar a los «especialistas de siempre», esos abogados de escritorio que han vivido a la sombra del poder. Salió a las calles, escuchó a las víctimas, a los que han sufrido cómo la justicia se cotiza al mejor postor y a quienes ya no creen en denunciar porque saben que, en los juzgados, los billetes pesan más que la razón.
El diagnóstico es claro: el Poder Judicial de Jalisco es un club privado, donde jueces, magistrados y operadores se eligen entre ellos, protegiendo sus intereses y vendiéndose al mejor cliente. Y eso no es una percepción, es el testimonio recurrente de ciudadanos que han sido extorsionados por quienes deberían garantizarles justicia. Alfaro García lo expuso sin maquillaje: la justicia en Jalisco tiene tarifa y el que no paga, no accede.
Frente a esta realidad, la reforma judicial propuesta por la Cuarta Transformación ofrece una bocanada de aire fresco. ¿Qué propone? Algo tan simple como poderoso: que jueces, magistrados y ministros sean elegidos por el pueblo. Que le deban el puesto a los ciudadanos y no a sus padrinos políticos o empresariales. Que entiendan que su único compromiso es con la ley y no con el compadre que les hizo el favor de colocarlos. Y que, si fallan, exista un Tribunal de Disciplina Judicial donde cualquier persona pueda denunciarlos sin miedo a represalias.
Pero en Jalisco, la resistencia de la vieja guardia es feroz. El gobernador Pablo Lemus, de la mano de Arturo Zamora, intenta vendernos una reforma maquillada, presentada como si fuera un gran consenso entre «expertos» y «colegios de abogados». La realidad es otra: los únicos convocados fueron sus cuates, los mismos abogados que han tejido redes de favores en el Poder Judicial, la Fiscalía y hasta en el gremio notarial. Es una reforma diseñada para mantener el control político y garantizar que, pase lo que pase, la justicia siga siendo una herramienta de negociación y no un derecho garantizado.
Zamora, con toda su experiencia y colmillo político, es el operador ideal para esta maniobra. Su nombre es sinónimo de acuerdos en lo oscuro, de negociaciones donde la transparencia es lo último que importa. Alfaro García lo dijo claro: Zamora debe quedar fuera de cualquier propuesta o discusión sobre la reforma judicial, porque no representa ni imparcialidad, ni renovación. Representa el pasado que precisamente se quiere erradicar.
El problema de fondo es que la propuesta Lemus-Zamora excluyó a quienes más importan: la gente común y corriente. No se escuchó a las víctimas, ni a los ciudadanos que litigan en su día a día ante jueces que ponen precio a cada resolución. Se escuchó únicamente a quienes tienen algo que perder si la justicia se democratiza. Y esa es la gran tragedia: una reforma sin pueblo, es una reforma muerta.
Sin un diagnóstico serio sobre corrupción y nepotismo en el Poder Judicial, sin un mecanismo real de rendición de cuentas, cualquier reforma será un simple ajuste cosmético. Por eso es clave que la Comisión de Puntos Constitucionales y la de Seguridad y Justicia dejen de ser comparsas del Ejecutivo estatal y se atrevan a construir una verdadera reforma desde la raíz, con la gente, con las víctimas, con los que han sufrido la peor cara de la justicia comprada.
Alberto Alfaro García ya puso el dedo en la llaga. Falta ver si sus compañeros de legislatura tienen el valor de sostenerle la mirada al monstruo de la corrupción judicial que lleva décadas instalado en Jalisco. O lo enfrentamos ahora o seguiremos viviendo en un estado donde la ley es un privilegio y no un derecho.
Que no se nos olvide: justicia que no sirve al pueblo, no es justicia, es un negocio.
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